No estamos dispuestos a asumir la culpa de nuestros
actos, ya sea por nuestra pasividad, en momentos de dificultades o en nuestros
buenos tiempos.
Echar culpas, y no asumir las propias, nos llevan a
enfrascarnos en un limitado racionamiento en donde el agua sucia es producto de
la mala vibra del vecino, del descuido de este hacia nosotros y por ende, todo
nos pasa a causa de otros.
La enfermedad que nos aqueja fue culpa de aquel que me
dio, me hizo, me dijo, cuando quien hizo, quien recibió, quien se apropió, fue
uno mismo. No tengo trabajo porque la sociedad me limitó, mis padres no me
educaron, mis amigos me dejaron, y ni se piensa en que las oportunidades están
incluso para quien le apuesta a vivir del trabajo de otros, dígase mendigo, el
pobrecito, el incapacitado mental, el mantenido, el vago por convicción.
En los días de gloria somos glotones,
despilfarradores, aprovechados, hiper-orgullosos de nuestra condición humana, y
a causa de este proceder en la vida, terminamos minando algunas facultades
humanas, que racionalizándolo, vienen a ser causadas por nuestra manera de
haber hecho las cosas.
No son castigos divinos, causales ajenas, no es que la
vida la haya tomado contra nosotros, la realidad es que no fuimos muy sensatos
a la hora de vivir y por ello las consecuencias empiezan a caer una tras de
otra en nuestro trasegar por la vida.
Si me porto mal con los demás, no puedo esperar amigos
a granel, si me refugio en el esfuerzo ajeno, lo lógico es que cuando me toque
asumir mi propio esfuerzo no sepa hacer nada de nada, si la cadena de favores
termina siempre en mí, las personas van
a cansarse de ayudarme y me van a dejar solo con mis subsiguientes
dificultades.
Es cierto que en nuestra juventud inmadura podemos ser
insensatos, pero ya en nuestra madurez, no podemos seguir permitiéndonos esta
falta de juicio a la hora de ver la realidad con la que cotidianamente nos
estamos enfrentando.
Edgar 47
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